A continuación, comparto el cuarto extracto traducido del libro La constitución del conocimiento.
Por: Jonathan Rauch
Capítulo 3.
¿En quién se puede confiar para tomar decisiones políticas en un mundo donde el conflicto es algo inherente? ¿En dónde se puede depositar la autoridad de manera segura? Del fuego de las guerras y revoluciones europeas surgió un grupo de pensadores con una visión que fue, y sigue siendo, impresionantemente radical: una sociedad organizada correctamente, no mira al rey, ni a ninguna voluntad popular, para discernir el bien común y establecer un gobierno legítimo; en su lugar, no mira a nadie en particular. Hasta el siglo 17, el crecimiento económico anual de la humanidad fue aproximadamente cero per cápita. La política consistía en una serie de guerras largas y amargas, revoluciones, golpes de estado, puntualizando periodos cortos y largos de regímenes opresivos y corruptos. Hasta esa época, los doctores, los académicos, sabían apenas un poco más que los más sabios de la antigüedad, en algunos aspectos sabían menos. La palabra “científico” no existía; ni el concepto de ciencia, como lo conocemos ahora. El conocimiento existía, por supuesto, y aparecieron imperios impresionantes, y surgieron nuevas tecnologías. Pero un observador objetivo probablemente no hubiera dicho que la Europa del periodo medieval estaba mejor organizada o más avanzada que la Europa del imperio Romano en su apogeo, un milenio antes. En el siglo 16, la especie humana estaba estancada. Pero entonces, todo cambió. Lo que hacía falta, era un orden social capaz de generar y acumular avances de manera sistemática.
Y los órdenes sociales sistemáticos requieren constituciones, es decir reglas que ayuden a canalizar las energías humanas en direcciones prosociales. Gracias a avances que se pueden rastrear a los siglos 17 y 18 aparecieron tres órdenes o sistemas sociales: el económico, el político, y el epistémico. Sus pioneros fueron hombres que de manera consciente buscaban crear una alternativa a los regímenes fallidos del pasado. Los más importantes fueron John Locke, Adam Smith, y James Madison, quienes son considerados los tres grandes de la filosofía política denominada liberalismo ─por eso se les llama a estos sistemas: liberalismo económico, liberalismo político y liberalismo epistémico─.
El sistema económico no tiene una constitución formal, pero sí tiene documentos fundadores en las obras de Adam Smith tituladas The Wealth of Nations, y Theory of Moral Sentiments. En ellas Smith elaboró una teoría sofisticada de la cooperación humana, donde planteó de dónde surge esta cooperación, cómo motivarla y explotarla, cómo instalarla en las sociedades e instituciones. Smith argumentó: los humanos se orientan naturalmente hacia el conflicto, pero también hacia la cooperación. Las personas vienen al mundo equipadas con empatía. Tenemos una inclinación natural a imaginar lo que otros miran y sienten, y para alinear nuestras perspectivas y disposiciones con la de ellos. Además, los humanos vienen equipados con un deseo innato de ser dignos de la confianza y el respeto de los demás. A través de nuestro deseo por la estima mutua podemos alinear nuestros intereses y formar lazos sociales en base a otra cosa que no sea la fuerza y la dominación. Los humanos también son avariciosos y ambiciosos; aun así (y esta es la reflexión más famosa de Smith) un orden social bien estructurado puede aprovechar esas mismas características humanas para fomentar actividades que benefician al individuo y a los demás. Si definimos las reglas correctamente, millones de personas con una cantidad inimaginable de habilidades y temperamentos y nacionalidades diferentes, pueden cooperar para construir un aparato tan fantásticamente complejo como un Prius, o un iPhone, todo sin la supervisión o instrucción directa de una gran planeación central. Pero, solo si definimos las reglas correctamente. La idea de Smith parecía ridícula, dada que la historia humana hasta su época estaba bañada en sangre y opresión. Su afirmación fue reivindicada solo por el hecho de que funcionó. El liberalismo económico es un software social que transformó a la especie humana entera, porque les permite funcionar mucho más allá de su capacidad natural. El liberalismo político combate con otra versión del problema de la cooperación: ¿podemos crear reglas que canalicen el interés propio, la ambición, y los sesgos, para beneficiar a la sociedad completa? ¿Podemos proveer estabilidad social sin aplastar el dinamismo social, y sin necesidad de someternos a una autoridad absoluta? Y aun otra versión del problema de cooperación preocupa al liberalismo epistémico: ¿Pueden personas con diferencias de opinión agudas ser inducidas para cooperar en la creación de conocimiento, una vez más, proveyendo estabilidad y dinamismo sin recurrir al autoritarismo?
Resolver esos problemas requiere una constitución, pero en un sentido amplio: no necesariamente un pedazo de papel o una ley formal, sino un sistema operativo social que busque estimular la cooperación y la resolución de diferencias en base a reglas, no en base a autoridad personal o afiliación tribal o fuerza bruta. En ese sentido, los sistemas económicos, epistémicos, y políticos, tienen una constitución, aun si la única escrita es la constitución política.
Las tres constituciones comparten una semejanza familiar porque organizan la cooperación a distancia; enfatizan reglas impersonales sobre la autoridad personal; toman como el punto de inicio que los individuos son por naturaleza libres e iguales; son extraordinariamente exitosas comparadas con la alternativa. Los tres sistemas sociales liberales económico, político y epistémico, pueden parecer inquietantes porque ponen a prueba los lazos tribales; son contraintuitivos; no llevan a un destino final, ni a la certeza absoluta, ni evitan el cambio; dependen de reglas, normas, valores morales, e instituciones complejas e intrínsicamente balanceadas, la mayoría de las cuales no surgieron de manera orgánica, sino que tomó siglos para construir. El aculturar a las personas a todas esas reglas, normas, instituciones y valores requiere años de socialización y grandes reservas de reciprocidad cívica y confianza. Envestir a instituciones impersonales y reglas abstractas con el poder de manejar las sociedades, nunca será algo natural o fácil. Es por eso por lo que los fundadores de Estados Unidos ─Adams, Washington, Franklin, Madison, y otros─ advirtieron que ninguna constitución vale el papel donde está escrita si no está también inscrita en los corazones de la gente y aterrizada en la virtud pública. No es necesario repetir la historia de la fundación del orden político americano. Todos conocemos a sus personajes, documentos, y fechas importantes. Pero la fundación epistémica no tuvo una convención constitucional, ni un documento fundador, ninguna fecha que conmemorar. Surgió gradualmente, poco a poco. Pero sí hubo fundadores, y fundamentos.
La revolución política de Locke.
Las guerras religiosas destruyeron Europa no solo por muchos años sino por generaciones. Ocasionaron un levantamiento en Europa central, una revolución en Inglaterra, guerras civiles en Francia, y enfrentamientos entre los ejércitos más poderosos de la época. Para la mitad del siglo 17 habían dejado exhaustos a los europeos. Los traumas y las cicatrices se pueden ver hasta este día. Por supuesto, muchas guerras son largas y traumáticas, pero en las guerras religiosas se supone que se pelea por una causa. Sin embargo, los conflictos entre los católicos y los protestantes, y también entre protestantes, eran para ganar el poder y la ventaja política, al igual que todas las guerras. Pero también fueron sobre teología, autoridad sacerdotal, interpretación bíblica, rituales, y mucho más, por eso, después de todo, se les reconoce como guerras religiosas. ¿Quién debía resolver estos conflictos religiosos, políticos y epistémicos? ¿La autoridad sobre la verdad reside en la iglesia católica, con el laicado protestante, con las cabezas de estado, o en otra parte? ¿Quién era el jefe en lo que concierne a controversias religiosas? Esa fue la pregunta que detonó y definió las guerras. Pero la violencia no trajo una solución al problema. Al contrario, los conflictos comprobaron la inutilidad costosa de depender de autoridades contendientes y de las fuerzas armadas para resolver diferencias de opinión. El modelo autoritario había fallado. Los europeos cansados empezaron a buscar alternativas. Entre los que buscaban alternativas se encontraba un pensador inglés y escritor llamado John Locke. Estudiado en medicina, incursionaba en la política, y por eso duró exiliado en Holanda cinco años, donde se sumergió en las ideas de pensadores libres como Baruch Spinoza y Pierre Bayle.
Muchos pensadores contribuyeron para construir el liberalismo moderno, pero si el código original fuera rastreado a un solo hombre, tendría que ser Locke. Es único entre los grandes pensadores en un respecto, fue la figura germinal en el desarrollo del liberalismo político y el liberalismo epistémico. Locke formuló tres ideas que son fundamentales para el liberalismo político: la idea de los derechos naturales, el gobierno por consentimiento, y la tolerancia.
La revolución epistémica de Locke
A finales del siglo 16, Michel de Montaigne, estaba harto de los conflictos políticos y escribió posiblemente los más grandes ensayos de la historia literaria. Nuestro juicio, dijo Montaigne, con frecuencia nos lleva por el camino equivocado. Y nuestros sentidos no hacen un mejor trabajo; solo transmiten impresiones de las cosas, con variaciones y de manera poco confiable; pudiéramos estar soñando o alucinando ahora mismo, y no lo sabríamos. “La incertidumbre de nuestros sentidos hace todo lo que producen incierto”. Es verdad, pudiéramos sentir certeza sobre la verdad, pero la certeza no es una buena guía. Y en lo que respecta al poder del raciocinio, es el sirviente de lo que ahora llamamos sesgo, algo que Montaigne anticipó desde entonces de manera impresionante. Las implicaciones de los pensamientos de Montaigne es que podemos tener la ilusión del conocimiento, pero nunca el verdadero conocimiento. “No es que sea imposible que el conocimiento se aloje en nosotros: pero si lo hace, es solo por accidente.” Las implicaciones sociales son igual de desoladas: las personas están condenadas al eterno conflicto por sus creencias. Esto es debido a que ningún par de individuos miran, escuchan, o creen exactamente lo mismo. ¿Quién puede estar calificado para resolver esas diferencias? ¿Cuándo las autoridades mismas no están de acuerdo, quien resuelve esas disputas? Además, nadie es inmune al error, y nadie es totalmente imparcial. Esta demolición del conocimiento por parte de Montaigne aparenta reflejar, a primera vista, una desesperación nihilista. Sin embargo, siembra las semillas para algo más profundo: el problema de la verdad es un problema social, el problema de alcanzar, o no, un consenso que funcione. Este problema se centra no en lo que tú sabes, o en lo que yo sé, sino en lo que nosotros sabemos. El filósofo inglés Francis Bacon adoptó algo del escepticismo de Montaigne, pero lo llevó en una dirección diferente. Escribió en su obra Novum Organum, en 1620: “El conocimiento no viene de las creencias de los que buscan la verdad, sino de sus acciones: hacer observaciones y realizar experimentos que eliminen las respuestas equivocadas y que nos acerquen hacia las correctas”. Usando este método, decía Bacon, podemos superar las deficiencias inherentes a nuestros sentidos y cognición; a los límites de nuestras experiencias individuales y puntos de vista localistas; y a los errores de los dogmas y las supersticiones. En su época, Bacon fue considerado como alguien influyente, y aún hoy es considerado como una figura importante en el surgimiento de la ciencia. Su importancia radica en la promesa social implícita en su método. En una era de guerras de credo infructuosas aparentemente sin fin, el método experimental de Bacon sugería una ruta conciliatoria: cosas que las personas podían hacer para reconciliar los desacuerdos, sacando los conflictos de las calles y llevándolos al laboratorio.
Montaigne, Bacon, las guerras religiosas, y por supuesto mucho más, estaban sucediendo en el fondo cuando en 1689, Locke publicó su Essay Concerning Human Understanding. En su obra Locke argumentó:
El conocimiento no es innato, tampoco proviene de ninguna revelación, ni de teorías generales, sino de la experiencia y particulares (lo que ahora llamamos hechos y datos), que solo podemos encontrar mirando hacia afuera de nosotros mismos, investigando el mundo y comparando notas con los demás. Si nuestras teorías o hipótesis no pueden ser reducidas a particulares y después corroboradas con el raciocinio y las experiencias propias y de los demás, entonces se encuentran fuera del campo de lo que ahora llamamos ciencia.
Locke arrebató de toda respetabilidad intelectual a las afirmaciones que no se pueden verificar ni delimitar. Esas afirmaciones incluyen, no por accidente, la mayoría de las disputas teológicas y metafísicas sobre las cuales se pelearon las guerras religiosas. Locke observó cómo certitudes que no se pueden poner a prueba causaron disputas sociales irreconciliables. De manera reveladora, Locke usó la palabra “peligrosas” para describir las disputas que no se pueden resolver de manera empírica, por lo menos cuando se trataba de conflictos morales.
“Nada puede ser más peligroso como principios adoptados sin cuestionar ni examinar; especialmente si conciernen a la moral, que influye en la vida del hombre, y le da un sesgo en todas sus acciones.” El empirismo de Locke es entonces, un principio social, y él mismo lo entendía como tal. Su objetivo no era solo el conocimiento sino también la paz.
El empirismo combinado con su principio de la tolerancia hubiera requerido a los involucrados en las disputas religiosas de su época, el buscar caminos para la resolución o la disolución de las disputas; o de otra manera cambiar el tema y hablar de otra cosa que pudieran resolver usando hechos y comparando experiencias en vez de pelear sobre el significado de las revelaciones divinas. El requerimiento implícito para consultar y persuadir dijo Locke, apunta hacia un concepto aún más radical que su principio de la tolerancia: la aceptación de la diversidad intelectual. En un mundo de certitudes conflictivas, debemos aceptar el pluralismo. El empirismo y el pluralismo son entonces una alternativa para el desagradable dilema de Hobbes donde teníamos que elegir entre la guerra o el autoritarismo.
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