
A continuación, un extracto del libro The Moral Landscape
Por: Sam Harris
Capítulo 2. El bien y el mal
─Extracto
Los cerebros permiten a los organismos alterar su comportamiento y estados internos como respuesta a cambios en el ambiente. La evolución de estas estructuras, que tienden hacia mayor tamaño y complejidad, ha llevado a grandes diferencias en cómo viven las diferentes especies en la Tierra. El cerebro humano responde a información proveniente de diferentes dominios: del mundo externo, de estados internos del cuerpo, y cada vez más, de una esfera de significado ─que incluye el lenguaje escrito y hablado, claves sociales, normas culturales, rituales de interacción, suposiciones sobre la racionalidad de los demás, juicios de gusto y estilo, etc. Generalmente estos dominios parecen estar unificados en nuestra experiencia. El yo mismo se encuentra aparentemente en la intersección entre la entrada de esta información y nuestras respuestas. Desde este punto de vista, tendemos a tener la creencia de que nosotros originamos nuestros propios pensamientos y acciones. Nosotros decidimos qué hacer y qué no hacer. Aparentamos ser un agente actuando por voluntad propia. Como veremos, este punto de vista no puede ser reconciliado con lo que sabemos sobre el cerebro humano. Estamos conscientes solamente de una pequeña fracción de la información que nuestro cerebro procesa en cada momento. Mientras que notamos cambios en nuestra experiencia de manera continua, ignoramos completamente los eventos neurales que producen esos cambios. De hecho, con solo mirar a tu rostro o escuchar tu tono de voz, otras personas pueden reconocer más fácilmente tu estado interno y tus motivaciones que tú mismo. Y sin embargo, la mayoría sentimos que somos los autores de nuestro pensamientos y acciones. Todo nuestro comportamiento puede ser rastreado a eventos biológicos sobre los cuales no tenemos ningún conocimiento consciente: este hecho siempre ha sugerido que el libre albedrío es solo una ilusión. Muchos científicos y filósofos se dieron cuenta hace mucho tiempo que el libre albedrío no puede ser reconciliado con el conocimiento cada vez más avanzado del mundo físico. Aun así, muchos todavía se resisten a reconocerlo.
El problema es que ninguna versión de la causalidad deja espacio para el libre albedrío. Los pensamientos, estados de ánimo, y deseos de todo tipo simplemente aparecen frente a nosotros ─y nos mueven, o no, por razones que son desde un punto de vista subjetivo, perfectamente indescifrable. No significa nada el decir que una persona hubiera hecho una cosa diferente si hubiera tomado una decisión diferente, porque las decisiones de una persona solamente aparecen en su torrente mental como catapultadas desde el vacío. En este sentido, cada uno de nosotros somos como una marimba fenomenológica tocada por una mano invisible. Desde la perspectiva de tu mente consciente, no eres más responsable de la siguiente cosa que aparecerá en tu mente, que del hecho que naciste en este mundo. Nuestra creencia en el libre albedrío surge de nuestra ignorancia inmediata de causas previas específicas. La frase “libre albedrío” describe lo que se siente el identificarse con el contenido de cada pensamiento como va apareciendo en la consciencia. Un tren de pensamiento como “¿Qué debería comprarle a mi hija para su cumpleaños? Ya sé, la llevaré a una tienda de mascotas para que escoja un cachorro”, transmite la realidad aparente de nuestras decisiones, tomadas libremente. Pero desde una perspectiva más profunda, los pensamientos simplemente aparecen sin autor, y, sin embargo, aparecen para ser los autores de nuestras acciones. Como lo ha señalado el filósofo Daniel Dennett, mucha gente confunde el determinismo con el fatalismo. Esto da pie a preguntas como ¿Si ya todo está decidido entonces para qué me preocupo por hacer nada? ¿Por qué no solo relajarse y ver que sucede? Pero el hecho de que nuestras decisiones dependen de causas previas no quiere decir que no importan. Las decisiones, intenciones, esfuerzos, objetivos, la fuerza de voluntad, etc. Son todos estados causales del cerebro, que llevan a comportamientos específicos, y los comportamientos llevan a resultados en el mundo. Por lo tanto, las decisiones humanas, son tan importantes como los entusiastas del libre albedrío consideran que son. Y el solo relajarse y ver que sucede representa en sí una decisión que producirá sus propias consecuencias. También es extremadamente difícil de hacer: intenta quedarte en la cama todo el día esperando a que algo suceda; verás como te acecha el sentimiento de que tienes que levantarte y hacer algo, requerirás un esfuerzo heroico para resistirlo.
Por supuesto, existe una distinción entre las acciones voluntarias e involuntarias, pero esto no implica nada en favor del libre albedrío. La volición está asociada con sentimientos intencionales como deseos, objetivos, expectativas, etc. mientras que las involuntarias no lo están. Las preguntas ¿de dónde provienen nuestras intenciones? y ¿qué determina sus características en cada instante? permanecen perfectamente misteriosas en términos subjetivos. Nuestro sentido de libre albedrío surge cuando fallamos en reconocer lo siguiente: no sabemos que intenciones tenemos de hacer algo hasta que la intención misma aparece ante nosotros. El reconocer esto es reconocer que no somos los autores de nuestros pensamientos y de nuestras acciones en la forma en la que las personas generalmente suponen. Esta perspicacia no hace a la libertad política o social menos importante. La libertad para realizar nuestras intenciones es tan valiosa como siempre.
La responsabilidad moral
La cuestión sobre el libre albedrío no es solo una curiosidad para los seminarios de filosofía. La creencia en el libre albedrío respalda cualquier noción religiosa sobre el pecado y también nuestro compromiso duradero con la justicia. La Corte Suprema ha denominado al libre albedrío como: “Un fundamento universal y persistente para nuestro sistema de leyes, distinto a una perspectiva determinística del comportamiento humano que es incompatible con los preceptos subyacentes de nuestro sistema de justicia criminal.” (United States vs Grayson, 1978). Al parecer, cualquier investigación científica que ponga en riesgo nuestras nociones sobre el libre albedrío, también pondría en riesgo la ética de castigar a las personas por su mal comportamiento.
La bondad y maldad humana son productos de eventos naturales. La gran preocupación es que cualquier discusión honesta sobre las causas subyacentes del comportamiento humano pueda erosionar nuestras nociones sobre la responsabilidad moral. Si vemos a las personas como pequeños huracanes neurales inmensamente complejos y caóticos ¿Cómo podríamos hablar coherentemente sobre la moral? Y si continuamos comprometidos en ver a las personas como personas, con los que a veces es posible razonar, y a veces no, parece ser entonces que debemos encontrar alguna otra noción de responsabilidad personal que encaje con los hechos. Me parece que no es necesario mantener ilusiones sobre algún agente causal viviendo dentro del cráneo humano para poder calificar a alguna persona como amoral, negligente o incluso malvada, y por lo tanto, propensa a causar más daño en el futuro. Lo que condenamos en otras personas es la intención de causar daño, y cualquier condición o circunstancia (como las enfermedades mentales, mentes inmaduras, etc.) que hacen poco probable que la persona tenga tales intenciones, resultan en la mitigación del grado de culpabilidad, sin necesidad de recurrir a ninguna noción sobre el libre albedrío. De igual manera, el grado de culpabilidad puede ser juzgado, como se hace actualmente, haciendo referencia a los hechos del caso: la personalidad del acusado, ofensas previas, el tipo de personas con las que se asocia, el uso de sustancias, sus intenciones confesas hacia la víctima, etc. Si se determina que las acciones de una persona no corresponden a su personalidad, entonces este hecho influye en la percepción del riesgo de futuras ofensas. Si el acusado no muestra arrepentimiento ni remordimiento incluso se muestra ansioso de volver a ofender, no es necesario entretener ninguna noción sobre el libre albedrío para considerarlo como un peligro para la sociedad.
Por supuesto que nos hacemos responsables los unos a los otros por todos nuestros comportamientos, no solo los que planeamos cuidadosamente, pero ¿Por qué la decisión consciente y deliberada de dañar a otra persona tiene el grado de culpabilidad más alto? Porque la consciencia es, entre otras cosas, el contexto en el que nuestras intenciones son completamente visibles a nosotros. Las acciones después de una planeación consciente tienden a reflejar las propiedades globales de nuestra mente ─nuestras creencias, deseos, objetivos, prejuicios, etc. Si después de semanas de deliberar, investigar, debatir con amistades, aún decides asesinar al rey, entonces matar al rey realmente refleja el tipo de persona que eres. Consecuentemente, es razonable para el resto de la sociedad el preocuparse por ti.
El ver a los seres humanos como fuerzas de la naturaleza no nos impide el pensar en términos de responsabilidad moral, pero sí nos llama a cuestionar la lógica del ojo por ojo y diente por diente. Evidentemente, debemos mantener en la cárcel a las personas que tienen la intención de dañar a los demás. Pero, si pudiéramos, construiríamos cárceles para los huracanes y las tormentas también. Los hombres y mujeres encarcelados esperando la pena de muerte tienen alguna combinación de malos genes, malos padres, malas ideas, y mala suerte ─ Exactamente ¿cuáles de estas cosas fueron el resultado de decisiones tomadas por estas personas? Ningún ser humano elige sus genes ni su crianza, y aun así tenemos todas las razones para pensar que estas dos cosas son determinantes para la formación de su carácter durante su vida. Nuestro sistema de justicia debe reflejar el hecho de que cada uno de nosotros pudimos haber nacido aleatoriamente en condiciones muy diferentes en el mundo. Aún más, el no reconocer cuánta suerte está involucrada en la idea misma de la moralidad, tiene consecuencias inmorales. Consideren qué pasaría si encontramos una cura para la maldad humana. Imaginen que cada alteración relevante en el cerebro humano puede lograrse de manera económica, segura y sin dolor. La cura para los psicópatas ahora puede tomarse con la comida como cualquier otra vitamina. La maldad se ha convertido en nada más que una deficiencia nutricional. Si concebimos que tal cura pueda existir, podremos ver también que nuestros impulsos para impartir castigos pueden ser seriamente cuestionados. Por ejemplo, ¿Qué pasaría con los psicópatas que cometieron algún crimen cuando la cura ya estaba disponible? ¿Todavía serían responsable por sus actos? ¿Podrían ser vistos como casos de negligencia médica por no haber recibido el tratamiento a tiempo? Pareciera que la necesidad de obtener justicia por un crimen solo tiene sentido si ignoramos las causas subyacentes del comportamiento humano. A pesar de nuestra afección por la idea del libre albedrío, la mayoría sabemos que cualquier intención de ejecutar alguna acción deliberada puede ser fácilmente impedida por las enfermedades del cerebro. Este cambio de paradigma representa un progreso hacia una visión más profunda, más consistente y más compasiva de la humanidad ─y debe recalcarse que es un cambio que se aleja de la metafísica religiosa. En mi opinión, pocas ideas han creado un ámbito más amplio para la proliferación de la crueldad humana que la creencia en un alma inmortal, que es independiente de toda influencia material, y cuya esencia no puede ser afectada por cosas como los genes ni los sistemas económicos.
Sin embargo, uno de los miedos que acecha el progreso de las neurociencias es precisamente que este conocimiento nos deshumanice. Si vemos a la mente solo como algo que es el producto del cerebro físico ¿pudiera esto tener como resultado una disminución en nuestra compasión por los demás? Mientras que es razonable el hacer esta pregunta, en mi opinión, a final de cuentas es el dualismo cuerpo/alma el que ha sido el enemigo de la compasión. Por ejemplo, el estigma que aún rodea los desórdenes asociados con los estados de ánimo de las personas y las capacidades cognitivas, parece ser el resultado de la idea de ver a la mente como algo separado del cerebro. Cuando el páncreas falla en producir insulina, no hay ningún estigma asociado con tomar una dosis de insulina para suplementar la función. Muchas personas no sienten lo mismo cuando toman antidepresivos para regular su estado de ánimo. Si este estigma ha disminuido en épocas recientes, ha sido principalmente porque ahora entendemos mejor la función del cerebro y como regula los estados de ánimo.
Estamos predispuestos a ver a las personas como responsables de sus acciones sujetos a recibir todo el peso de la ley y la justicia cuando sea necesario. A veces, el castigo que es considerado adecuado es la pena de muerte. Está por verse cómo un sistema de justicia diseñado de mejor manera pudiera administrar estos impulsos. Pero evidentemente, una visión más clara y amplia sobre las causas del comportamiento humano debe mitigar nuestras reacciones naturales hacia las injusticias, por lo menos hasta cierto grado. Puede ser que la forma de justicia como la conocemos ahora sea necesaria e incluso moral, si al final de cuentas conduce a un mejor comportamiento de las personas. Si en realidad es más útil el enfatizar el castigo de ciertos criminales ─en lugar de su contención y rehabilitación─ es una pregunta para las ciencias sociales y de la psicología. Pero parece claro que el impulso a castigar las injusticias, basado en la idea de que cada persona es el autor libre de todas sus acciones, se basa en una ilusión emocional y cognitiva ─y además perpetua una ilusión moral.
Generalmente se cree que la idea del libre albedrío presenta un gran misterio: por un lado, no tiene sentido desde el punto de visto causal; por el otro lado, existe un sentimiento subjetivo aparentemente indiscutible de que somos los autores de nuestros pensamientos y nuestras acciones. Sin embargo, creo que este misterio es en sí mismo un síntoma de nuestra confusión. No es que el libre albedrío sea simplemente una ilusión: es decir, nuestra experiencia no está solamente presentándonos una perspectiva distorsionada de la realidad; sino que más bien, estamos equivocados sobre la naturaleza de nuestra experiencia. No nos sentimos tan libres como creemos que nos sentimos. Nuestro sentido de libertad es el resultado de no poner atención a lo que somos realmente. En el momento en que prestamos atención, nos damos cuenta de que el libre albedrío no se encuentra por ninguna parte, y nuestra subjetividad es perfectamente compatible con esta verdad. Los pensamientos y las intenciones simplemente aparecen en la mente ¿De qué otra manera pudiera ser? La verdad sobre nosotros mismos es más extraña de lo que muchos suponen: La ilusión del libre albedrío es en sí una ilusión.
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